martes, agosto 29, 2006

La primera muerte

El primer día no amaneció.

Había pasado toda la noche tratando de recordar qué había sucedido antes, y nunca llegó a pensar que se había muerto.

Faltaban cinco minutos para que el reloj de la plaza central marcara la hora en punto, cuando se levantó sin percatarse de que su cuerpo aún yacía tendido sobre la cama.

Había estado pensando, desde hacía más de dos o diez horas antes de acostarse, y nunca logró resolver el misterio del primer pecado.

La primera imagen que le vino a la mente antes de ponerse a pensar, fue la de un pobre hombre pisoteado por una bestia mucho más grande que él, y pensó en lo injusta que era la vida.

“El hombre se traga al hombre” rió, no sabía por qué le habían salido sin querer aquellas palabras que sin duda leyó en uno de tantos libros, pero estuvo de acuerdo en que venían acorde a la ocasión.

Bebió un poco de agua y se le olvidó renegar como siempre lo hacía los domingos por la noche, antes de de terminar su descanso semanal. En la televisión las noticias deportivas anunciaban los resultados del fútbol “Ganó el Barcelona 2-0 y ahora lleva once puntos de ventaja...” eso lo hizo sentirse feliz.

No se cepilló los dientes, pero pudo haberlo hecho si el teléfono no hubiera sonado antes de que también olvidara lavarse la cara. Mucho después de que todo pasara, se lamentaría de no haberlo hecho “Al menos hubiera muerto con la cara limpia” diría.

Levantó sin titubear el teléfono con la esperanza de que fuera quien él quería que fuera, pero no. Otra vez no. La llamada se cortó después del primer “bueno”y lo único bueno fue que ya no quiso levantarse al baño y decidió quedarse acostado de una y por última vez en esa noche.

Si hubiera sabido que no iba a lograr dormir más que en el sueño de su primera muerte, tal vez nunca se hubiera acostado.

“La vida a veces es muy injusta” y sin querer se le resbaló una gota de llanto por la mejilla.

Su mente se quedó repitiendo la frase una o dos veces. Luego otra y otra más, hasta un número que no alcanzaría para llegar a las mil, hasta que se perdió confundida con una de tantas más que le pasaban por la mente en ese mismo momento.

No quiso voltear a ver el reloj por flojera o por incertidumbre de saber o de no saber qué hora era.

“Me gustaría que volviera amanecer como si fuera ayer” se dijo con desconsuelo.

“A veces la vida es muy injusta”, la frase lo ocupaba todo, se iba por momentos, pero siempre regresaba a ser el punto de partida de todo lo demás.

“Nadie sabe lo que tiene...” y no se atrevió a completar la frase, porque sintió un dolor profundo.

Luego vinieron viejos remordimientos por lo que alguna vez pensó en hacer y nunca hizo, por lo que había querido decir y nunca dijo, y se guardó un poco de dolor y de odio para sí mismo y quizás para alguien más que lo mereciera después.

El viento de fuera era casi imperceptible, pero en el silencio obscuro de la noche, y en la soledad de aquellos pensamientos se colaba por los resquicios diminutos que dejaba la imaginación.

“Por qué si se lucha tanto por algo, de pronto viene alguien más y se lo lleva” No tenía explicación. O al menos en su mente y en ese momento no existían respuestas.

Fue entonces cuando se puso a sí mismo sobre la balanza de las comparaciones y pensó por primera vez en cambiar y dejar de ser.

“En esta vida lo malo parece ser lo mejor, el mundo debe ser de los malos...”

Luego se consoló pensando que todo era una locura.

“Es tiempo de dormir”, recordó.

Pero la mente no quería descansar.

Había algo taladrando el alma y sabía que estaba muy próximo a llegar al fondo de algo.

Por orgullo o por inseguridad no quiso llorar. “No más lágrimas” se dijo.

Abrió los ojos como un reflejo o una costumbre y se quedó mirando a la puerta, esperando que entrara ese alguien que tanto esperaba a decirle algo, que se rompiera la soledad o que se cayera la casa para volver a empezar de nuevo.

Luego volvió la vista al techo vacío, blanco como siempre había sido, contó los cuadros y los midió con el instinto que aún le sobraba de sus días de escuela y recordó algún otro amor lejano, separado por la distancia y por el tiempo.

Se puso la mano en la frente para pensar mejor, y dudó si debía apartarla cuando se sintió mojado por sudor frío, pero no se distrajo de sus pensamientos.

“Quienquiera que haya dicho que quien da amor recibe amor, nunca debió estar enamorado” se dijo con ironía, y en ese momento creyó que no había nadie más en el mundo que entendiera nada de las cosas del amor.

Luego se acordó de García Márquez: “El amor siempre es eterno... mientras dura” lo había leído en uno de sus tantos libros. Siempre pensó que él era el mas grande escritor de novelas, al menos para él.

Y se le hizo un nudo en la garganta cuando volvió a pensar en todo sin que recordara nada.

Había comido mangos un día o un mes antes, y pensó que no existía nada más delicioso.

Luego se imaginó los labios de ella mojados por el néctar de la fruta fresca, y se le partió el corazón en dos o en tres o en mil.

No había explicaciones para nada.

Había muchas preguntas que no quería preguntar para no saber la respuesta, “A veces el condenado a pena de muerte se muere antes por la pena de saber que lo van a matar”

Y se quiso olvidar de todo, y se quiso menos a él mismo cuando se sintió incapaz.

Y se quedó sin hacer nada. Cerró los ojos y empezó a quedarse...

Sintió entonces el frío de la ventana, y nunca lo interpretó como el frío de la muerte.

Su corazón se aceleró, su mente recordó todo otra vez y por última vez al mismo tiempo, los lugares, las risas, el tiempo, las ilusiones, los besos que nunca fueron, los abrazos que quiso dar, el llanto que no se lloró, alguna palabra que nunca se dijo, algún te amo que nunca escucho o que no le quisieron repetir, sintió todas las emociones, la sangre caliente en el último intento de no quedarse o de no irse, los juegos de niños, el agua de lluvia, la arena de la playa, el sabor de las uvas, el olor del vino, el placer del canto, un grito en silencio, un éxtasis delicioso, una furia, la dicha, el desencanto, el desamor, un suspiro, una caricia tierna, unos pies pintados de rojo, un vuelo en paracaídas, la alegría de saberlo todo, la impotencia de no poder pelearse contra el destino, la traición, la mentira, el frío, el calor, el dolor, el amor, la vida, el último aliento profundo... un respiro. Un abandono de sí mismo.

Y la muerte.

Dos de los cuatro espíritus que lo vieron diagnosticaron que se había muerto de nada.

Otro, el más coherente y el menos indicado dijo que se había muerto de amor.

El último dijo que nada de amor ni nada de nada, se había muerto por el puro placer de morirse.

Cuando se levantó de la cama, aún sin saber que había muerto, quiso correr a buscar lo que tanto amaba.

Caminó mucho tiempo sin que pasara el tiempo, era su último minuto, su último deseo, o como se les dice a los condenados a vivir la muerte, su última voluntad.

Se resistió a pensar que podía haber muerto. No quiso saber que lo estaba.

La niña linda de la mirada dulce y el cabello rizado a quien adoraba con tanta devoción, no se enteraría de lo sucedido sino hasta mucho tiempo después, cuando ella misma caminando descalza y con su enorme sonrisa intacta dibujada en su cara de virgen, se acercaría a él para tomarlo de la mano y devolverle la vida.

Cuando el sintió que ya no era capaz de sentir nada más que el fuego ardiente de su misma pasión, ahogándose en el frío de la noche o de la muerte, empezó a pensar en lo inevitable. Borracho de deseo y ansioso de ternura, levantó su mano a la nada, esperando nada, sabiendo que no había nada.

Por la madrugada, las campanas de la iglesia doblaron acompañadas de un coro de cupidos, pero nadie pudo escucharlos, excepto aquellos espíritus solitarios que vagaban inconscientes, de quienes alguna vez en algún lejano tiempo habían también muerto de amor.

Muchos sintieron pena por él, otros más se alegraron de tener uno nuevo entre ellos, sólo los de las almas más sensibles se sintieron orgullos de saber que aún había alguien que fuera capaz de morir por amor.

El único que no estaba conforme con nada, era el muerto.

Recibió el llamado divino para ser juzgado y se negó a escucharlo, se negó a irse sin haber sentido el calor de los labios de su bien amada.

Fueron necesarios dos pelotones de ángeles y dos más de demonios para llevarlo a juicio y arrancarlo desgarrado de la tierra y de su primera muerte.

Cuando llego frente al jurado, con la cara bañada en lagrimas de impotencia, sintió pena por sí mismo y más aún por quienes no sabían lo que era sentir el amor.

El juez que lo recibió fue un hombre viejo de palabras firmes y frases cortas, que sin pensarlo lo declaro culpable.

“Puedes alegar perdón, pero si has llegado hasta aquí, es porque debes ser juzgado” le dijo.

“No, no lo entiendo” alcanzó a decir.

“Nadie entiende la muerte, y menos si es por amor”

“¿Y por qué debo ser juzgado?”

“¿Por qué te atreviste a juzgar a lo que amabas, sin haberte visto antes en el espejo de tu realidad?”

Agachó la cara por vergüenza o por piedad, y sin levantarla y con lo último que le quedaba en la voz alcanzó a preguntar:

“¿Qué castigo merezco?”

“El único que tú mismo te has dado”

“¿Qué es lo que me ha matado, qué pecado he cometido?”

“Te has matado tú mismo, te mató tu desconfianza”

Se le hizo un nudo en la garganta y si no rompió en llanto, fue por respeto o por dignidad disfrazada de valor.

“¿Y cuál fue mi primer pecado?”

No encontró respuesta para esa última pregunta, después de un breve silencio que bien pudo haber durado dos segundos o dos años, la luz de la nueva esperanza le trajo la paz que no reconoció a primera vista.

“Siempre amaste más de lo que te amaron... creo que eso te ha salvado. La muerte es fría, pero dentro de ti aún hay algo que se mantiene vivo. Aún puedes volver a creer...”

La voz se fue desvaneciendo en el aire como la noche de aquel último día, la frase se impregnó en la mente del enamorado y le bastó escribir su historia para saber todo aquello había sido mucho más que un sueño.

El primer día del nuevo mes no amaneció nunca más para él, nunca más para el que era antes.

Cuando el ángel de la mirada dulce y el cabello rizado le susurró al oído su primer te quiero, entendió que tenía que ser mejor para lograr la paz, supo que tenía que ser paciente para llegar a lo que tanto amaba, supo que había que hacer algo más que un esfuerzo para merecerla, supo que ya no sería él lo que era antes, supo que a partir de entonces había nacido para él y para ella, desde él y en él, alguien nuevo.

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