Era abril,
había llovido tanto
que los charcos pensaban que eran parte del mar.
Crecían flores por las grietas de las aceras,
por eso no te vi en ese momento,
cuando pasaste por mi lado.
Hacía tiempo,
un año, tal vez dos,
a cierta edad el tiempo que transcurre
solo se cuenta en tartas de chocolate
y sonrisas complicadas de traducir.
Tocaste mi espalda creo,
aunque tal vez fue mi espalda la que acarició tu mano,
tú siempre fuiste alérgica a los perros callejeros.
Luego sonreíste.
He de confesar que de no hacerlo
ni siquiera hubiera sabido que eras tú.
Pero esa sonrisa era mía.
La había provocado tantas veces
que de algún modo siempre
me he sentido partícipe de ella.
Incluso en este tiempo que se la habrás regalado a cualquiera
cuando intuía que lo hacías me culpaba
por no haberte hecho llorar lo suficiente.
Abril, a punto de cumplir años
y pedir el deseo de olvidarte
y te pegaste a mi espalda para que tu aroma
me dijo tu nombre antes de verte.
- ¿Como estás? preguntaste.
- Cuanto tiempo. Añadiste.
- Un año, tal vez dos. Dije.
- Hacen casi cuatro años. Confesaste ruborizada.
No había cambiado tanto,
tenía los mismos ojos de gata
a las doce de la noche en callejones oscuros,
el pelo más largo, más claro,
como si en un alarde de creatividad
a su peluquera le hubiera fallado el pulso.
No lucía escote y el pantalón más ancho
que cuando paseaba por el barrio
dejando un orgasmo en cada puerta.
- Cuatro años. Repitió.
Supongo que sin ella cualquier día había sido más largo.
Que perdí la cuenta y el calendario
era una bola de papel en el aire
con la que erraba el lanzamiento
todos los meses.
- Estás igual. Dijo.
No supe que hacer con su recuerdo en ese momento.
Como si de golpe hubiera estado intentado olvidar
algo que en realidad ya no necesitaba.
Ni siquiera cuando sonrió
sentí que aquellos labios
hubieran atado los míos
al borde una copa.
- Tengo que irme. Dije.
Como quien escapa del ruido del pasado
cerrando todas las puertas del destino.
Caminé hasta casa, extraño, confuso,
con la sensación de haber perdido las llaves
del resto de mi vida
y esa tristeza infinita en el pecho
de quien ya no tiene de quien olvidarse.
- Cuatro años. Me dije en voz alta sorprendido.
Seguramente ni siquiera era abril.
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